Este jueves los habitantes de Estados Unidos celebraron una vez más el “Día de Acción de Gracias” y millones de hogares llevaron a cabo, al culminar el día, una emotiva cena, con el mismo motivo. Sin duda que para los norteamericanos esta fecha resulta muy motivante en aras de reafirmar los valores, que como nación, defienden y desean que los distinga en todo el orbe. Sin embargo, si analizamos un poco este evento, tal vez advirtamos que su simbolismo nos abre una interpretación en donde un acto como la cena de Acción de Gracias puede leerse como un acontecimiento que, más que singularizar, reúna y religue a todos los congregantes.
El Día de Acción de Gracias
El origen de esta tradición estadounidense puede ubicarse desde 1623. Justamente en noviembre de ese año, tras haber recolectado la cosecha, el entonces gobernador de la colonia de peregrinos bautizada como “Plymonth Plantation” ubicada en Plymonth, Massachusetts, pronunció unas emotivas palabras en donde invitaba a los concurrentes a congregarse en la casa comunal sobre la colina, para atender las plegarias del pastor del pueblo y agradecer a Dios por todas las bendiciones que les había otorgado hasta entonces. Posteriormente, al notar como proseguía esta tradición, en 1777 el gobierno norteamericano decide declarar ese día como de asueto y celebración. En 1795 George Washigton ratificó esta disposición y bautizó oficialmente esa fecha como “Día de Acción de Gracias”.
El rostro de lo oculto se asoma en una grieta
Ahora bien, si la ideología norteamericana parece exponer una racionalidad, un pragmatismo, y una tendencia a un mesianismo exacerbado, y por otra parte la Cena de Acción de Gracias funge como evento congregador de toda esta imaginería cultural. También es posible pensar todo lo contrario. Si acudimos a las fuentes de la sabiduría antigua, aquellas que dieron origen a toda la tradición de pensamiento en occidente, y pensamos por ejemplo en las tradiciones mistéricas de los griegos arcaicos; si investigamos en ellos la figura del célebre Dionisos, podemos recordar un acontecimiento alumbrador como pocos: Dionisos, hijo de Zeus y de Perséfone, es despedazado por los Titanes, quienes al seguir las instrucciones de Hera celosa, primero descuartizan al dios y luego lo devoran. El gran Zeus, al conocer lo sucedido, fulmina a los Titanes con un rayo letal. De las cenizas resultantes de esta confrontación proviene la raza humana. Todos tenemos en nuestro ser parte de Dionisos, compartimos la esencia de la divinidad en partes iguales. Imaginemos entonces a los sufridos primeros peregrinos norteamericanos, arrojados a un enorme mundo nuevo, desconocido, abrumador de soledad y naturaleza desbordante. El sentimiento místico que seguramente tales personas sintieron ante tal ambiente fue tan desgarrador, tan intenso, que agruparse en la cima de una solitaria colina a celebrar un banquete en donde un ser puro, limpio, era sacrificado, para luego transformarse en una ofrenda compartida por todos, tiene una carga de atavismo sobrecogedora. Una manera de agradecer su comunión con esa atmósfera divinal a la que habían sido ingresados: más allá de la Iglesia y la voz severa del Pastor, el misterio inextricable del silencio de los bosques sombríos, acechando. Quizás entonces la Cena de Acción de Gracias no sea más que el recuerdo colectivo de una experiencia atávica religante y muy estremecedora.